Qué bonito se oye, ¿no creen? No, supongo que no. En fin, tengo la impresión de que muchos de ustedes, saben que no es lo mismo un bistecito que un filetito. Yo, no. Lo mismo que filetito, según mi inculto (pero, por desgracia, menos ignorante que yo) programa de sinónimos de Word, sería: cenefitas, dobladillos, tiritas, orillos, guirnalditas, ribetitos o franjitas. Ahora bien, si los bistecitos no son filetitos, ¿Qué carajos son los bistecitos? Pues bueno, según el diccionario de la Real bla, bla, bla…, -todos sabemos- esa autoridad en diccionarios, bistec se define así: Lonja de carne de vaca soasada en parrilla o frita. Pues bueno, hablando de lonjas…
El sábado fue el cumpleaños de un amigo y, para festejarlo, me invitó a una parrillada (o carne azada, tampoco veo la diferencia entre estas dos) en casa de otro amigo. Nos reunimos algunos de los cuates de la prepa en ese lugar. La situación pintaba de la siguiente manera: un promedio de doce personas en un espacio como de 6 por 7 con todo y parrilla, mesas, sillas y muchas botellas de alcohol al aire libre. Llovía bastante y la lona que se suponía, nos iba a cubrir de las lluvias, se había desgarrado. De todas maneras, se las arreglaron y consiguieron que la mitad nos tapara. Hacía mucho frío y era una manera singular de hacer una carne asada (recuerdo que la última a la que asistí, se encontraba en casa de Miguel Tormentas –excelente reunión y anfitrión, por cierto-). Con todo, aún así procedió esta dichosa carne azada y estuvo muy divertido (al menos nos reímos mucho), creo que todos lo pasamos muy bien y mi amigo lo disfrutó mucho. Como a eso de las 7 de la noche, mi amigo el cumpleañero seguía comiendo y me ofreció de su plato. Sabe que siempre le hago muchos berrinches en lo que se refiere a comer carne; según sus palabras, soy una melindrosa y él me va a enseñar a comer carne, con gusto. Acto seguido, de su propio plato, siempre me ofrece aquello que más rico le parezca a su paladar; así, siempre termino probando tacos, carnitas, que él coma. Ayer, sucedió lo mismo y quedé fascinada. Deseaba comer más pero ya se había terminado la carne. Me dije, -pues ni modo. El sabor me quedó en la boca y como cinco horas después, me moría de ganas por comer más carne. Los bistecitos me habían conquistado. El filetito no se me iba de la mente: ni la salsa, ni la tortilla, ni el limón ni el saborcito de (ohh) la carne sazonada. Es importante señalar que, para estas horas de la noche, me encontraba bastante alcoholizada, lo cual no ayudaba a mi hambre en absoluto. En un momento, no resistí más. Comencé a cabildear con otros cuates, y decidimos que necesitábamos comer más. Así, terminamos yendo, una comisión de tres borrachos, a las 12 por la noche a buscar carne para azar. Estuvimos deambulando hasta que encontramos un supermercado abierto. Entramos (qué diferente es la gente que hace sus compras a esas horas y que visita el supermercado – o tal vez me veía igual pero no lo notaba, no lo sé-) y buscamos qué comprar. Llevábamos poco dinero pero queríamos aprovechar. Compramos tres paquetes de carne, uno que decía filete; otro de flechas, y otro de alitas adobadas de pollo. En mi mente sólo había espacio para el filetito, cuán divinamente lo iba a sazonar para que fuera la delicia de todos (para estas alturas de la noche, sólo quedábamos dos chicas y cada quien cocinaría algo). Llegamos a la caja y, en nuestro primer intento, una señorita nos regresó una botella de vino tinto porque ya no vendían a esas horas alcohol. Así, en un segundo intento, cambiamos la botella por las alitas y limones. Ahora, que no había problema, la cajera nos dio nuestro total: $ 84.37. Comenzamos a tambalearnos y a reír un poco, nuestro comisionado del dinero sacó la denominada “vaca” y comenzó a contar: 20, 40… Comenzó con billetes de veinte pero, poco a poco comenzamos a contar distinto. El dinero se acababa y sólo restaban monedas de baja denominación. Sufríamos al ver cómo se acababan las monedas de un peso y se hacía ahora la cuenta de cincuenta en cincuenta centavos. Creíamos que íbamos a tener que devolver carne, o limones o algo. Cada uno, tenía cierto pudor; nadie quería que en estas condiciones, se hiciera público que no traíamos dinero y tampoco intenciones de devolver algo de la comida que ya llevábamos. Nadie quería dejar algo, y cada cual había tomado los bistecitos, las flechas y las alitas, respectivamente (se imaginarán quién tomó los filetitos o bistecitos, ya me entienden). Obviamente, iba a ser un pleito seguro: alguien iba a tener que devolver lo que había escogido. Yo sólo pensaba en los bistecitos, no quería devolverlos y me llenaba de preocupación que tuviéramos que discutir para ver qué cosa habríamos de dejar. Algo era seguro, mis bistecitos, no! Cada uno, de los que no contábamos, escuchábamos atentamente al contador y nos mirábamos para ver cómo reaccionaba el otro. De pronto, llegando a los 83 pesos, nos volteamos a ver los tres, y dice: $ 84.40. Lo logramos! Fue tanta nuestra alegría que corrimos a festejar. Salíamos triunfantes, aún borrachos y sin un centavo en la mano -no es verdad, nos restaban dos pesos que buscamos frenéticamente para poder salir del estacionamiento sin hacer alguna bandalada-. Llegamos a casa donde nos esperaba el carbón y el asador, sin un centavo (ahora sí) pero con un ánimo muy festivo. La llegada: como se esperaba, bien. La bebida, terminó siendo vino blanco (después de haber acabado con el tinto) gracias a las artimañas del dueño de la casa para saquear la cava de alguien de su familia. Y los bistecitos, pues, se imaginarán que habrán terminado en tan poco tiempo, siendo una delicia, que aún los recuerdo con mucho cariño; tanto, que debía contar cómo el buen recuerdo de su sabor permanece en mi memoria, hasta hoy.